La naturaleza en crisis: ¿por qué nuestros incendios son tan feroces?

Los incendios forestales en España ya no son lo que eran hace apenas unas décadas. Hoy hablamos de megaincendios o de fuegos de sexta generación, capaces de alterar la atmósfera, generar sus propias tormentas de fuego e incluso burlar cualquier estrategia de extinción. Pero, ¿qué ha cambiado para que los fuegos se conviertan en uno de los grandes desafíos de nuestro tiempo?

Casa rural de madera rodeada de un bosque ardiendo, con llamas gigantescas avanzando entre los árboles y envolviendo la vivienda.

El cóctel perfecto para la catástrofe

España vive una tormenta perfecta: abandono rural, acumulación de vegetación sin control, sequías prolongadas, olas de calor cada vez más extremas y un viento que sopla con fuerza en el peor momento. La combinación convierte cualquier chispa en una amenaza descomunal.

El consenso técnico es claro: el paisaje se ha transformado en un polvorín. La falta de pastoreo y de agricultura tradicional ha dejado montes cargados de combustible vegetal, y el cambio climático añade el calor necesario para prender la mecha. A ello se suma que la gran mayoría de igniciones tienen origen humano, ya sea por negligencia, accidentes o incluso de forma intencionada.

Incendios de sexta generación: fuego contra la atmósfera

A diferencia de los fuegos de hace décadas, los actuales pueden alcanzar intensidades que superan con creces la capacidad humana de extinción. Según WWF (World Wide Fund for Nature), hablamos de llamas que liberan tanta energía que calientan el aire hasta formar pirocúmulos —y, en situaciones extremas, pirocumulonimbos (pyroCb)—, nubes convectivas generadas por el propio incendio. Estas nubes pueden provocar ráfagas descendentes, lluvia de pavesas e incluso rayos, multiplicando focos y dificultando la extinción.

Organismos de Naciones Unidas como UNEP (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente) y UNDRR (Oficina de Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres) han ido más allá: consideran estos incendios parte de una “nueva normalidad”, donde las olas de calor, las sequías extremas y los vientos impredecibles crean un escenario sin precedentes. La lucha contra el fuego ya no es cuestión de más aviones o camiones, sino de replantear el territorio.

La voz de los expertos: prevenir o arder

Marc Castellnou, uno de los especialistas más reconocidos en incendios forestales, lo resume sin rodeos: “Si no hacemos una renovación planificada del paisaje, se hará de forma catastrófica”. Sus palabras reflejan un consenso creciente: la extinción ya no basta, la clave está en la gestión previa.

Eso implica reactivar la vida en el medio rural, recuperar actividades agroganaderas que limiten la acumulación de vegetación, y diseñar paisajes más resilientes al fuego. No se trata solo de apagar incendios, sino de aprender a convivir con ellos desde una perspectiva inteligente.

Qué funciona (y qué no) contra los megaincendios

Manejo del paisaje

Mosaico agroforestal que rompa la continuidad del combustible: rotaciones agrícolas, cultivos leñosos, cortafuegos vivos y clareos selectivos.

Quemas prescritas y pastoreo dirigido

Reducen combustible fino en invierno y primavera y devuelven diversidad al territorio.

Interfaz urbano-forestal (WUI)

Viviendas con franja de seguridad de 10–30 m, cubiertas no combustibles, limpieza de canalones y planes familiares de evacuación.

Infraestructuras y prevención de igniciones

Mantenimiento de líneas eléctricas, ferrocarril y carreteras; restricciones de usos en días de riesgo extremo.

Sistemas de alerta y respuesta temprana

Vigilancia activa, detección remota, mensajes 112 y protocolos adaptados a fuegos de alta intensidad.

Educación y corresponsabilidad

La mayoría de igniciones son humanas: la prevención empieza en hábitos cotidianos.

Helicóptero del operativo contra incendios descargando agua sobre un gran foco de fuego y humo.
© @eduestellez

Incendios intencionados: intereses y castigo

No todos los fuegos nacen del azar. Una parte significativa tiene origen intencionado, ya sea por conflictos de uso del suelo, intereses económicos ligados a recalificaciones, venganzas personales o simple vandalismo. Cada verano, decenas de investigaciones judiciales se abren para esclarecer quién y por qué prende la chispa.

La ley española contempla penas de hasta 20 años de prisión en los casos más graves, especialmente cuando hay riesgo para la vida humana (Código Penal, art. 351–353). Conviene matizar que la Ley de Montes prohíbe expresamente cambiar el uso forestal de los terrenos quemados durante al menos 30 años, salvo excepciones de interés público, por lo que el mito de “quemar para recalificar” rara vez tiene base legal.

Además, es importante diferenciar: pirómano designa a quien prende fuego por un trastorno del control de impulsos, mientras que incendiario se refiere a quien lo hace con motivaciones diversas —económicas, venganzas, conflictos de uso—. En ambos casos, la investigación, la vigilancia y la corresponsabilidad social son esenciales para reducir este tipo de delitos.

El futuro inmediato: entre la adaptación y la acción

La pregunta ya no es si habrá incendios devastadores, sino cuántos y con qué frecuencia. España afronta cada verano como una prueba de resistencia frente a un enemigo alimentado por la crisis climática. Y mientras las cifras de hectáreas arrasadas se multiplican, también crece la urgencia de un cambio estructural.

La respuesta no está solo en el personal de emergencias —bomberos, brigadas, voluntariado— que se juega la vida cada verano, sino en un modelo de país capaz de anticiparse. Pasa por ordenar el territorio, financiar la gestión activa del monte y revivir el medio rural con incentivos —pastoreo, biomasa, resina— que mantengan el paisaje en mosaico. Si no planificamos, el fuego lo hará por nosotros.

Esta transformación requiere también altura política. Los incendios no pueden ser usados como munición electoral ni excusa de reproches entre administraciones. El reto es demasiado grande como para dividirse: urge un pacto que supere siglas y calendarios, porque la emergencia climática no entiende de legislaturas.


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