El Templo Romano de Évora, conocido popularmente como Templo de Diana, se alza como una de las huellas más potentes del pasado clásico en la Península Ibérica. Entre columnas corintias, restauraciones decimonónicas y leyendas medievales, su historia revela tanto la fuerza de Roma como la capacidad de las ciudades para reinventar sus ruinas. Un monumento que ha sido castillo, matadero y ahora símbolo universal.

Una ciudad romana llamada Ebora
Évora, conocida en época prerromana como Ebora o Ebura, pasó a ser Ebora Liberalitas Julia en tiempos de Augusto, cuando ya era un núcleo relevante dentro de la Lusitania romana. El templo se erigió en el corazón de la ciudad, en su foro, dominando la acrópolis más elevada. La tradición lo asoció a Diana, diosa de la caza, pero la arqueología moderna apunta a otra dedicatoria: probablemente dedicado a Augusto, dentro del culto imperial, aunque no hay inscripciones concluyentes que lo confirmen. Su construcción comenzó hacia finales del siglo I d.C., y el edificio experimentó remodelaciones en los siglos II y III, integrándose cada vez más en un foro monumental.
De esplendor a ruina: siglos de transformaciones
El edificio original, levantado en granito y mármol, habría contado con seis columnas frontales sobre un podio de unos 25 × 15 metros y 3,5 metros de altura, al que se accedía mediante una doble escalinata lateral. Durante las invasiones del siglo V sufrió graves daños, pero lejos de desaparecer, fue absorbido por la ciudad medieval: sus muros sirvieron como base de un castillo y más tarde alojaron un matadero. La paradoja es clara: esos usos utilitarios salvaron la ruina de la desaparición total.
Ya en 1871, el arquitecto Giuseppe Cinatti impulsó una restauración para liberar el templo de añadidos medievales y devolverle un perfil clásico. Fue un gesto romántico, más interpretativo que arqueológico, que sin embargo permitió rescatarlo para la mirada moderna.


La escalinata, entre restos y reconstrucción
Uno de los puntos más debatidos es su acceso original. Restos arqueológicos en el podio prueban la existencia de una doble escalinata lateral, hoy parcialmente visible. Además, las excavaciones modernas documentaron un espelho de água en forma de U que rodeaba tres de sus lados, creando un efecto escénico único. Lo que contemplamos es una mezcla de sillares originales y recreación decimonónica, basada en la comparación con templos como la Maison Carrée de Nîmes. No es una falsificación: es una hipótesis en piedra que ayuda al visitante a imaginar el ascenso hacia la cella, el espacio sagrado del templo.

Belleza arquitectónica y ecos imperiales
El templo responde a los cánones romanos: 14 columnas corintias conservadas en pie, capiteles de mármol de Estremoz, un entablamento de granito y posiblemente un estanque que lo rodeaba. El edificio fue en origen hexástilo y períptero, lo que lo convierte en uno de los mejores ejemplos de arquitectura religiosa romana en la Península Ibérica. Más allá de la estética, era un mensaje de poder: Augusto, convertido en divinidad, presidía el foro desde un espacio majestuoso que combinaba religión y política.
Restauración, turismo y patrimonio mundial
Las excavaciones de finales del siglo XX, dirigidas por el arqueólogo Theodor Hauschild, aportaron nuevos datos sobre el foro y los elementos hidráulicos. Hoy el templo forma parte del centro histórico de Évora, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1986, y está clasificado como Monumento Nacional desde 1910. Iluminado de noche y rodeado de plazas vivas, se ha convertido en emblema turístico, pero también en símbolo de identidad local.
Entre mito y verdad
El Templo de Diana nunca fue de Diana, y la escalinata que vemos no es del todo romana. Pero su fuerza no radica solo en la autenticidad material, sino en la capacidad de condensar dos milenios de historia en un mismo volumen. Es ruina y es memoria. Es Roma, es Edad Media, es Portugal moderno. Un recordatorio de que las piedras hablan, aunque cambien de voz con cada época.
